Bruno Ríos is a Ph.D. Candidate at the Department of Hispanic Studies of the University of Houston; author, translator, editor, and cyclist. He is author of three poetry collections, most recently Cueva de Leones (Cuadrivio, 2015), as well as La voz de las abejas (Sediento, 2016), his first novel.
I
Las alarmas se convirtieron en un continuo sobresalto. Eran como las cinco de la mañana. Dormía con el teléfono junto a la cabeza, y a pesar de tenerlo en silencio, las alarmas del Servicio Meteorológico Nacional no respetan el sueño ni la privacidad de nadie. Suenan y despierto asustado. Miro la pantalla negra con un recuadro en blanco y rojo que dice: “Alerta Severa e Inminente: Alerta de Tornado en su área hasta las 6:00AM. Vaya a resguardarse inmediatamente”. Levanto la cabeza y me doy cuenta de que estoy en un lugar extraño. Una sala, dos sofás, una mesita, un mueble con una tele y un par de consolas de videojuegos. El perro enorme se percata de mi presencia mientras duda si levantarse del suelo o no. Esta no es mi casa, no es mi perro. Yo no tengo un perro ni dos sofás. En realidad, para entonces, yo no tengo ya una sala ni ningún sofá, no tengo un escritorio ni todos mis libros; no tengo una cocina ni una cama; tampoco un clóset ni ropa, no tengo un baño propio. En ese momento no tengo nada más que este lugar ajeno.
Linda duerme en el sofá de al lado sin inmutarse. Perla, nuestra gata, sigue debajo de los muebles, aterrorizada. Me levanto. Delibero. Deberíamos de estar en el lugar más seguro del apartamento, en el baño, juntos. Todos juntos. Seis seres humanos, dos perros y dos gatos. Cubrirnos con una sobrecama o toallas hasta que pase la alerta. Decido que no vale la pena, que la alerta pasará y estaremos bien. Voy hacia el balcón. Afuera, el mismo gris de hace cuatro días. Sigue lloviendo intensamente. Me siento y espero a que algo suceda. Lo que sea. Algo. Abajo, la calle sigue cubierta por las aguas. Es lunes, aunque pudiera ser cualquier otro día de la semana o del año. Da lo mismo. No hace calor, aunque todavía son finales de agosto. No hace calor. Sólo se oye el estruendo de la lluvia y los helicópteros.
II
José Ramón es un gran amigo. Pero más que un gran amigo es un gran maestro. Ayer fue su cumpleaños y vamos ahora a su casa a celebrar con el resto de sus alumnos, amigos. Es el jueves 24 de agosto. En su sala llena de gente brindamos, comemos, hablamos de la universidad, de las materias, de las lecturas, de los escritores y escritoras con libros nuevos, con libros viejos. Pero tal vez lo que acapara más la atención es la llegada del huracán Harvey a tierras texanas. Por la ventana podemos ver los rascacielos del centro de la ciudad de Houston, iluminados todas las noches, con las calles repletas de transeúntes yendo de bar en bar. “Va a entrar por Corpus Christi” dicen. “Ya es categoría 4”, también. “Dicen que va a llover para siempre”.
En ese momento saco el Bacanora que traje hace un par de años para José Ramón desde Sonora. Está en una botella de whisky, aunque cuando lo compré venía en una botella de Coca Cola retornable de dos litros. Bebo, bebemos. Debo admitir que en ese momento no estaba demasiado preocupado. Era un día normal, lluvioso, pero sin más. Llegamos tarde a casa y nos fuimos a dormir. Todo seguía ahí a la mañana siguiente. El trabajo, los muebles, las nubes.
Desde temprano anuncian que todo va a cerrar a partir del mediodía el viernes. En la tele se ven las largas filas de automóviles en las gasolineras. Largas filas en los supermercados. Estantes vacíos. No queda mucha agua embotellada en toda la ciudad. En la tarde, Linda y yo nos aventuramos a un súper pequeño cerca de casa. Compramos algunas pocas cosas, enlatados, algunas botellas de agua que quedaban. Repaso lo que tenemos en la hielera: alrededor de 5 galones de agua embotellada, comida no perecedera como latas de frijoles, paquetes de ensalada de atún, verduras enlatadas, arroz listo para comer, tostadas, galletas, barritas de proteína, jugos de frutas envasados, un kit de primeros auxilios, una linterna. Tenemos comida y agua como para cinco días ahí. Estamos bien, me digo. Y me siento a ver llover.
III
Al ver la cara de Linda sé que algo no está bien. Pregunta: “¿Vamos a usar eso afuera? ¿De verdad?”. “Sí”, contesta Erica. “Tú escoges: en el balcón o afuera de la puerta principal. Te pones una toalla y así nadie te ve”. Pienso en ese momento que lo mejor es en el balcón, así no te arriesgas a que los vecinos te descubran en el acto. Joe destruyó el asiento de una silla de metal que tenían y con un flotador de alberca construyó un asiento. Debajo, una cubeta con una bolsa. Es el mediodía del domingo 27 de agosto.
El agua no tiene adónde ir. No hay drenaje. El agua es potable todavía pero no podemos usar el baño, ni bañarnos. Hay reportes de que pueden cortarnos el agua. Afortunadamente aún hay luz, internet. Nos las vamos a arreglar, le digo a Linda. Ella se ríe nerviosamente. Afuera no para de llover y los apartamentos están bajo un metro de agua. En el segundo piso hacemos un recuento de nuestras provisiones. No sabemos nada hasta el momento, no sabemos cuánto tiempo vamos a estar ahí, cuánto tardará el agua en irse, cuánto vamos a durar sin poder comprar comida ni agua, si tendremos que hervir el agua, si podremos bañarnos pronto, si habrá que seguir yendo al baño en cubetas y galones de agua vacíos. No sabemos si algo se salvó en casa, ni tampoco si todos nuestros amigos están bien. Las llamadas no cesan, los mensajes no paran de llegar y el agua sigue subiendo mientras la herida colectiva se acrecienta. Ahí, en ese lugar ajeno, en un momento de calma en la tormenta, estamos todos.
IV
Es sábado. Llovió toda la noche, fuerte. Por la mañana salgo a ver el río que se encuentra a un par de cuadras. El White Oak Bayou baja por kilómetros desde el noroeste de la ciudad y serpentea hasta encontrarse con el Buffalo Bayou en el centro de Houston. Hago un video y tomo algunas fotos. Harvey ya destruyó las ciudades costeras de Rockport y algunas otras alrededor de Corpus Christi. Ahora nos llega a nosotros la lluvia. El huracán sigue entrando y se mueve lentamente hacia un área deshabitada al este de San Antonio. En casa llueve de manera intermitente todo el sábado. Decidimos no salir, no aventurarnos a la calle. Veo las noticias locales cada minuto del día, esperando los últimos detalles de la tormenta. El meteorólogo, un hombre blanco de unos 45-50 años explica lo que se nos viene encima. Por la noche, el huracán quedará estático en el área en la que se encuentra, generando lluvia intensa en toda la ciudad.
Hay un solo antecedente de algo similar. En 2001, la tormenta tropical Allison generó 63 centímetros de lluvia en un par de días. Fue la inundación más devastadora registrada hasta la fecha en el área de Houston, además de la tormenta tropical más costosa en la historia de Estados Unidos, con alrededor de 5 billones de dólares en daños. Esos datos sirvieron de consuelo en esa tarde lluviosa. “Esta zona no se inundó durante Allison, así que no creo que pase esta vez” me decía a mí mismo una y otra vez. Pero algo en la cara de ese meteorólogo me daba una sensación de nerviosismo. Lo peor llegaría durante la noche y la madrugada del domingo.
Por la tarde, necesitaba una distracción. Decidí escribir mi columna quincenal para Proyecto Puente. Hablé sobre la renegociación del TLC y, en medio de mis libros, pude escribir sobre las consecuencias de fondo del neoliberalismo en México, algo que también estoy analizando de manera profunda en mi tesis doctoral. Estuve unas buenas horas en ello, leyendo, releyendo, refugiándome en el placer de un libro, de los libros que poblaron mi casa. Cientos. Teníamos ya dos días sin salir y estábamos un poco exhaustos, aburridos de estar ahí. Pero teníamos todo lo nuestro, nos teníamos el uno al otro.
La lluvia torrencial comenzó como a eso de las 8. Poco antes, como una mera medida de precaución que en ese momento parecía absurda, moví el carro a un estacionamiento elevado que se encontraba junto a nuestros apartamentos. Tenía unos 5-6 metros de alto y estaba techado, por lo que supuse que, en caso de que sucediera lo peor, el carro sobreviviría la tormenta. Seguí viendo videos y escuchando las noticias durante la noche. Es imposible describir de manera fidedigna lo que vivimos ese día. ¿Cómo se explica esa cantidad de agua? ¿Cómo explicar 127 cm de lluvia por metro cuadrado en 3-4 días? ¿Cómo se describen 15 trillones de galones de agua que caen del cielo? No hay manera exacta de hacerlo. Es como si abriéramos una regadera del tamaño de la ciudad a toda presión y la dejáramos abierta por 18 horas. Es la única manera en la que se me ocurre describirlo. Nunca había visto llover así.
Comencé a preocuparme cuando el meteorólogo empezó a describir, en tiempo real, lo que estaba sucediendo. Su cara mostraba un terror evidente. Eran las 2 de la madrugada. A unas cuadras, había un medidor de profundidad del río. En realidad, el río se había convertido en un canal de concreto con una profundidad de alrededor de 17 metros, y unos 40-50 metros de ancho. Está diseñado para llevar una cantidad enorme de agua hacia el canal que eventualmente desemboca en la bahía de Galveston. Era posible consultar a través de internet la altura de la corriente en el canal en tiempo real, y yo lo hacía obsesivamente. Llegué a percatarme, como a eso de las 3 de la mañana, que sólo era una cuestión de tiempo para que el canal se desbordara. Como medida de precaución comenzamos unas dos horas antes a prepararnos para salir. Nunca piensas que esa posibilidad es real, hasta que sucede. Una maleta con algo de ropa, la hielera, nuestros documentos importantes en bolsas de plástico, nuestras computadoras, la mochila para transportar a nuestra gata, su comida. Poco más.
Salí alrededor de las 4:45 de la mañana por la puerta principal. El estacionamiento era un lago; el agua subía rápidamente por ambos lados. Los vecinos también estaban afuera. Linda seguía dormida. Entré y tomé una toalla, en un acto de desesperación, y la puse bajo la puerta del patio que daba al estacionamiento. El agua comenzó a entrar por ahí lentamente, primero, aunque cada vez más rápido. Después comenzó a entrar por la puerta principal. Después, por las paredes. Desperté a Linda y todavía en entrevela comenzó a ayudarme a mover los libros lo más arriba posible, los electrónicos lo más arriba posible, las cosas de valor sobre la mesa del comedor, la gata a su jaulita, todo lo que habíamos preparado. En media hora, el agua alcanzó por lo menos medio metro dentro del apartamento. A las 5:30 seguíamos tratando de mover cosas, pero el agua seguía subiendo. Ahí, mientras trataba de tomar mi desodorante y algunas otras pocas cosas de higiene personal, con Linda a mi lado, lloré.
Al salir, ya había amanecido. Era poco antes de las 6 de la mañana. El agua entró violentamente cuando abrí la puerta de casa sólo para cerrarla justo después. Con todo lo que pudimos cargar, caminamos por el agua que nos llegaba al muslo hasta el estacionamiento del otro lado del complejo. La meta era el apartamento 137, donde nuestras amigas vivían en el segundo piso. Caminamos hasta que no pudimos más; nos subimos a unas escaleras. Todos los vecinos estaban afuera, tratando de salvar sus cosas. El peligro era no saber cuánto iba a subir el agua, ni qué tan rápido. Decidimos hacer varias vueltas para llevar todo hasta allá. En el estacionamiento, el agua me llegaba a la cintura. Por lo menos un metro y 20 centímetros de agua lo cubría todo. Los autos estaban arruinados, todos y cada uno de ellos. Tomé a Perla y la cargué sobre la cabeza para cruzar las aguas turbias. Llegué y ya nos esperaban. Subí. Volví. Cargamos más cosas. Hicimos 4 vueltas. En la última, una de las vecinas, que ni siquiera conocíamos, nos ayudó a llevar las últimas cosas.
Aún empapado, llamé a Hermosillo. Eran las 5 de la mañana ahí, y mi papá contestó el teléfono todavía dormido. Entre sollozos le trato de explicar que pasó. No me entendía, no comprendía nada, no podía procesar lo que le quería decir. Al final colgué el teléfono. Me llamó desesperado, preocupado, un rato después.
El agua no bajó por completo hasta tres días después.
V
Hay un periodo de ajuste que es también difícil de describir justo después de que pierdes gran parte de tus pertenencias por algo así. Uno no entiende bien la magnitud de nada hasta después, hasta que pasan los días, las semanas. Linda y yo vivimos en esa sala 14 días. Después de dos días pudimos usar el baño y el drenaje, pero no sabíamos más. Perdimos nuestros muebles, buena parte de mis libros, algunos electrónicos y electrodomésticos. Salvamos algunas cosas, pero el costo de nuestras pérdidas es de varios miles de dólares. Es fácil decir “sólo son pertenencias materiales, lo importante es que estamos bien”. Y es verdad. Pero también las cosas no sólo cuestan dinero, sino tiempo, cuestan esfuerzo y albergan nuestras memorias. Esa fue nuestra casa por años, tenemos recuerdos ahí, los atesorábamos en cada rincón. Y eso también se fue con el diluvio.
La respuesta de los días siguientes fue increíble. Además del apoyo conmovedor y apabullante de nuestros amigos y familiares para con nosotros, fue también la comunidad que salió en masa a apoyarnos. Nos regalaron cosas, nos dieron techo, nos dieron comida, nos dieron consuelo. En especial Brittani, Erica, Melissa y Joe nos albergaron, sufrieron con nosotros, se rieron con nosotros, lloraron con nosotros. Nuestros amigos son nuestros héroes. Los vecinos que nos dieron espacio para nuestras pocas cosas que pudimos salvar. Es increíble la resiliencia de esta ciudad ante el desastre. Albergues con 9,000 personas desplazadas, con miles de voluntarios. Rescates en botes de civiles, a pie. Gente que perdió mucho más que nosotros, casi 40 muertos, gente que estuvo días atrapada sobre el techo de su casa. Y, aun así, aquí estamos. Es lo que uno puede desear en una tragedia como esta.
Pocos días después, tiramos todo. Fue algo muy duro. Pero también comenzó la reconstrucción. Destruyeron los apartamentos, los despojaron de paredes y puertas. Y así siguen. Al andar por la ciudad, las pilas y montones de escombros, muebles, pertenencias, son abrumadoras. Decenas de miles de casas destruidas. Aún hoy, mientras escribo esto que es ya 11 de septiembre, hay casas que todavía tienen agua adentro. Las dos represas que controlan el flujo de los ríos en la ciudad están a su máxima capacidad y siguen liberando agua a los canales, inundando casas por ya más de dos semanas. A pesar de todo fuimos afortunados. Fue increíblemente difícil encontrar un lugar donde vivir, volver a adquirir todo. Tener una cama donde dormir. Pero aquí seguimos.
Harvey es ya uno de los huracanes más costosos de la historia de los Estados Unidos, sólo detrás de Katrina. El apoyo federal ha sido y seguirá siendo insuficiente. Pero es alentador saber que esta comunidad diversa y generosa se ha unido ante la catástrofe. Serán años para reconstruir, para ponerse en pie. Pero Houston tiene los recursos para salir adelante, poco a poco. El gobierno de Texas estima que los costos totales de los daños causados son de alrededor de 200 mil millones de dólares. Sí, así como se oye. Hasta el momento, el gobierno federal aprobó sólo 15 mil millones para ayudar a los damnificados.
Nadie puede contarte qué es vivir una experiencia así. Nadie puede decirte cómo una casa deja de serlo de la noche a la mañana. Nadie. El agua entra por todas partes, no hay forma de pararla. Detrás, lo que hay es dolor. Una y otra vez. Lo que también es cierto es que vivimos en una sociedad que ignora y reconstruye de la misma manera. Esto se repite, se ha repetido numerosas veces, demasiadas veces. El impulso del capital, el impulso social de no regular la forma en la que vivimos y en la que construimos nuestra realidad tiene estas consecuencias, entre muchas otras. Tal vez, si somos afortunados, aprendamos algo de este acontecimiento que, sin duda, ha trastocado la vida de miles y miles de personas. Lo mismo hay que decir de la gente en Chiapas y en Oaxaca con el terremoto de esta semana, o del Huracán Irma en Florida y el Caribe, o el Huracán Katia en Veracruz. Es imposible seguir viviendo de la misma manera. Ojalá que algo, lo que sea necesario, se haga al respecto para poder evitar seguir teniendo las consecuencias más terribles de la forma en la que hemos aprendido a vivir.